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Publicación original de 1922
"-Imagínate a seres humanos que
vivan en una cueva subterránea por cuya entrada se filtre la luz
exterior; que estos seres hayan permanecido allí desde su infancia con
sus piernas y cuellos encadenados de tal manera que no se puedan mover
ni volver el rostro, mirando siempre hacia adelante. Imagínate que
detrás de ellos brille, a cierta altura, el resplandor de una fogata, y
que entre el fuego y los prisioneros cruce un camino escarpado. Figúrate
a lo largo de este camino una tapia semejante a la pantalla que los
titereros levantan entre ellos y sus espectadores para ocultarles los
secretos de las maravillas que les enseñan.
-Lo veo.
-Imagínate, ahora, a hombres que
pasen ocultamente por detrás de la tapia transportando sobre ella
vasijas que se proyectan en la pared interior de la cueva, así como
también, figuras de hombres y animales realizados en madera y en piedra,
y, como habría de esperarse, que algunos de estos hombres conversen y
otros permanezcan en silencio.
-Este cuadro es singular y los prisioneros extraños.
-Tan extraños como nosotros. Ellos ven solamente sus propias sombras que la luz proyecta sobre la pared interior de la cueva.
-Eso es verdad. ¿Cómo atinarían a ver otra cosa que sus sombras si no les es permitido volver el rostro?
- ¿Y no crees que de los objetos transportados sólo verían sus sombras?
-Ciertamente.
-Y si pudieran hablar entre ellos,
¿no convendrían mutuamente en dar a las sombras el nombre de las cosas
mismas que representan?"
PLATÓN. "La República", Libro VII.
1
Hay una isla en el medio del océano donde vivían,
en 1914, algunos ingleses, franceses y alemanes. El telégrafo no 1lega a
la isla y el paquebote británico pasa cada sesenta días. Todavía no
había llegado en el mes de septiembre y los isleños aun comentaban el
último periódico con noticias del próximo juicio de la señora Caillaux,
la asesina de Gastón Calmette. Así fue que un día, a mediados de
septiembre, se reunió toda la colonia en el muelle, con más entusiasmo
que el de costumbre, para oír de boca del capitán cuál había sido el
veredicto. Se enteraron, en cambio, de que, desde hacía más de seis
semanas, los ingleses y franceses, defendiendo la inviolabilidad de los
tratados, se hallaban en guerra con los alemanes. Durante aquellas seis
extrañas semanas se habían comportado como amigos, cuando en realidad
eran enemigos.
Sin embargo, el problema de estos hombres no era
tan distinto del de la mayoría de los habitantes de Europa. Para ellos
el error había durado seis semanas: en el continente, el intervalo fue
quizá tan sólo de seis días, o de seis horas, pero también hubo
intervalo. Durante un momento, la imagen de Europa, según la cual los
hombres manejaban como de costumbre sus asuntos, no correspondió para
nada a la Europa que estaba por sembrar el desorden en sus vidas. Para
cada hombre hubo un período de tiempo durante el cual se encontró aun
adaptado a un ambiente que ya no existía. Por todo el mundo, y hasta en
fechas tan tardías como el 25 de julio, los hombres seguían fabricando
mercaderías que ya no podrían exportar, compraban otras que les sería
imposible importar, proyectaban estudios, consideraban negocios, vivían
esperanzados y a la expectativa, siempre en la creencia de que el mundo
que conocían era el mundo real. Confiando en la imagen mental que de él
se hacían, hasta escribían libros para describirlo. Y luego, pasados más
de cuatro años, un jueves por la mañana, llegó la noticia del
armisticio, y la gente pudo, por fin, manifestar un alivio inefable al
saber que la matanza había acabado. No obstante lo cual durante los
cinco días que precedieron al armisticio efectivo, y a pesar de que se
hubiese celebrado ya el fin de la guerra, murieron aun varios miles de
jóvenes en los campos de batalla.
Mirando hacia atrás vemos cuán indirecto es nuestro
conocimiento del ambiente en el cual vivimos. Las noticias nos llegan a
veces con rapidez, otras veces con lentitud, pero tomamos lo que
creemos ser una imagen verdadera por el ambiente auténtico. Resulta más
difícil aplicar esto a las creencias que rigen actualmente nuestros
actos, pero en lo que se refiere a otros pueblos y a tiempos remotos,
pretendemos que es fácil saber cuándo se tomaba absolutamente en serio
lo que sólo eran imágenes ridículas del mundo. Gracias a nuestra visión a
posteriori, insistimos en que el mundo, tal como deberían haberlo
conocido esos pueblos, y el mundo tal como en efecto lo conocieron,
fueron a menudo dos cosas completamente contradictorias. Vemos también
que, mientras gobernaban y luchaban, mientras comerciaban y pretendían
realizar reformas en el mundo que ellos imaginaban, obtenían
resultados, o no los obtenían, en el mundo tal como era de verdad:
salieron en busca de las Indias y descubrieron a América;
diagnosticaron al maligno y quemaron ancianas; creyeron que podrían
enriquecerse vendiendo siempre sin comprar nunca; un califa, obedeciendo
a lo que él tomaba por voluntad de Alá, quemó la biblioteca de
Alejandría.
Alrededor del año 389, San Ambrosio cita en sus
escritos el caso del prisionero de la caverna de Platón que se niega
resueltamente a dar vuelta la cabeza. "La discusión sobre la naturaleza
y la posición de la tierra no contribuye en nada a nuestra esperanza
de una vida futura. Basta saber lo que afirman las Escrituras: 'Dios
cuelga la tierra sobre la nada' (Job, XXVI, 7) ¿Por qué entonces
discutir si Dios colocó la tierra en el aire o en el agua, e iniciar una
controversia sobre la manera en que el aire liviano puede sostenerla,
o, si fue colocada sobre las aguas, razón por la cual no va a
estrellarse contra el fondo?... No es porque se encuentre en el centro,
como suspendida en equilibrio, que la tierra permanece estable por
encima de la inestabilidad y del vacío, sino porque la majestad de Dios
la obliga a ello por la ley de Su voluntad."
No contribuye para nada a nuestra esperanza de una
vida futura, basta saber lo que afirman las escrituras, no vale la pena
discutir... Sin embargo, un siglo y medio más tarde la opinión seguía
perturbada, en esta ocasión por el problema de los antípodas. Se le
encargó entonces a un monje llamado Cosmas, famoso por sus triunfos
científicos, que escribiera una topografía cristiana, u "Opinión
cristiana sobre el mundo". No hay duda que Cosmas sabía exactamente lo
que se esperaba de él, pues basó todas sus conclusiones sobre su
interpretación de las Escrituras: el mundo es un paralelogramo chato,
dos veces más ancho de este a oeste que de norte a sur; en el centro
está la tierra, rodeada de océano, el cual, a su vez, está rodeado por
otra tierra donde vivían los hombres antes del diluvio; de esta otra
tierra zarpó Noé; en el norte se encuentra una elevada montaña cónica,
alrededor de la cual giran el Sol y la Luna; cuando el Sol se esconde
detrás de la montaña es de noche; el cielo está pegado a los bordes de
la tierra exterior y consta de cuatro altas paredes que se encuentran
en un techo cóncavo, de manera que la tierra es el piso del universo;
hay un océano del otro lado del cielo que forma "las aguas que están
sobre los cielos"; el espacio entre el océano celestial y el último
techo del universo pertenece a los benditos y el espacio entre la tierra
y el cielo está habitado por los ángeles; finalmente, puesto que San
Pablo ha dicho que todos los hombres fueron creados para vivir sobre "la
faz de la tierra", ¿cómo se podría vivir sobre el dorso, donde se
supone que están los Antípodas? "Con este pasaje ante sus ojos, un
cristiano no debería ni hablar de los Antípodas."
Menos aun debe ir hacia los Antípodas y ningún
príncipe cristiano debe darle una embarcación para intentarlo. Por otra
parte, un marino religioso ni siente deseos de hacerlo. Cosmas no
encontraba, en lo más mínimo, que su mapa fuese absurdo. Sólo al pensar
en su convicción absoluta de que éste era el mapa del universo, podemos
llegar a comprender el temor que le hubiesen inspirado Magallanes, Peary
o el aviador que corrió el riesgo de chocar con los ángeles y la
bóveda celeste al volar en el aire a una altura de siete millas. De la
misma manera, podremos comprender mejor la furia de las guerras y de la
política si recordamos que casi todos los partidos creen, en forma
absoluta, en la imagen que se hacen de la oposición y que toman por
hechos, no los que en realidad lo son, sino los que suponen ser hechos.
Como Hamlet, apuñalan a Polonio detrás de la cortina que cruje, creyendo
que es el rey, y quizá como Hamlet agreguen:
"¡Y tú, miserable, temerario, entremetido, bobo, adiós!
Te había tomado por alguien más elevado; sufre tu suerte."
2
En general, el público conoce a los grandes
hombres, aun durante su vida, a través de una personalidad ficticia. De
ahí la parte de verdad que hay en el dicho: "Ningún hombre es un héroe
para su criado". Sólo una parte de verdad, ya que a menudo el criado, o
el secretario privado, se encuentran presos también de la ficción. Los
personajes de la realeza tienen, por supuesto, personalidades
fabricadas. Pueden creer ellos mismos en el personaje público que
encarnan o limitarse a que el chambelán dirija sus entradas en escena,
pero siempre están compuestos de, por lo menos, dos seres distintos: un
yo público y real, otro privado y humano. Más o menos todas las
biografías de los grandes hombres se reducen a las historias de estos
dos seres: el biógrafo oficial reproduce la vida pública, las memorias
revelan la otra. El Lincoln de Charnwood, por ejemplo, es un retrato
lleno de nobleza, no de un ser humano real y efectivo, sino de una
figura épica, repleta de significado, que se mueve casi al mismo nivel
que Eneas o San Jorge. El Hamilton de Oliver es una majestuosa
abstracción, la escultura de una idea, "un ensayo de la unión
americana", como lo llama el mismo Oliver. Es un monumento solemne a 1a
política del federalismo, pero apenas la biografía de una persona. A
veces, cuando la gente cree revelar su vida interior no hace más que
crearse una fachada. Los diarios de Repington y de Margot Asquith son
tipos de autorretratos en los cuales el detalle íntimo constituye un
indicio sumamente revelador de lo que los autores gustan pensar de ellos
mismos.
Pero el tipo de retrato más interesante es el que
nace espontáneamente en las mentes de la gente. Cuando subió al trono
la reina Victoria, dice Lytton Strachey, "hubo una gran ola de
entusiasmo en el público de afuera. Lo sentimental y lo novelesco se
estaban poniendo de moda y el espectáculo de la niña reina, inocente y
modesta, con cabellos rubios y mejillas rosadas, que atravesaba su
capital, llenó los corazones de los espectadores de afecto y lealtad. Lo
que más fuertemente impresionó a todos fue el contraste entre la reina
Victoria y sus tíos. Los viejos desagradables, relajados, egoístas,
testarudos y ridículos, con su eterna carga de deudas, confusiones y
vergüenzas, habían desaparecido, como las nieves de invierno, y aquí,
por fin, coronada y radiante, estaba la primavera".
Jean de Pierrefeu vio en forma directa esta
idolatría de los héroes, pues era oficial del estado mayor de Joffre en
la época de apogeo:
Durante dos años, el mundo entero rindió un
homenaje casi divino al vencedor del Marne. El encargado de los
equipajes se doblaba realmente en dos, bajo el peso de las cajas, los
paquetes y las cartas que le enviaban gentes desconocidas, en testimonio
frenético de admiración. Creo que ningún comandante, fuera del general
Joffre, ha podido hacerse una idea semejante de la gloria durante la
guerra. Le enviaban cajas de bombones de las más grandes confiterías del
mundo, cajones de champaña, vinos finos de todas las cosechas, fruta,
caza, adornos, utensilios, ropa, artículos para fumar, tinteros,
pisapapeles. Cada región mandaba su especialidad. E1 pintor enviaba su
cuadro, el escultor su estatuita, la encantadora anciana la bufanda o
las medias y el pastor, en su choza, tallaba una pipa especialmente para
él. Todos los fabricantes del mundo hostil a los alemanes enviaban sus
productos: La Habana sus cigarros, Portugal su oporto. Conocí a un
peluquero que no encontró nada mejor que hacer un retrato del general
utilizando el cabello de sus seres queridos; un calígrafo profesional
tuvo la misma idea, pero los rasgos estaban formados por miles de
frases cortas, escritas con letra minúscula, que cantaban las alabanzas
del general. En cuanto a las cartas, las tenía de todas las caligrafías,
de todos los países, en todos los dialectos: cartas afectuosas,
agradecidas, desbordantes de cariño, llenas de adoración. Lo llamaban
el salvador del mundo, el padre de su país, el agente de Dios, el
bienhechor de la humanidad, etc.... Y no sólo los franceses, sino
también los norteamericanos, argentinos, australianos, etc., etc....
Miles de niñitos, sin que sus padres lo supieran, tomaban la pluma y le
escribían para manifestarle su cariño: la mayoría lo llamaba Padre
Nuestro. Estas efusiones, esta adoración, los suspiros de alivio que
escapaban de miles de corazones ante la derrota del barbarismo, estaban
impregnadas de una dolorosa agudeza. Para todas estas almas inocentes,
Joffre era un San Jorge que aplasta al león. No hay duda de que
encarnaba, en la conciencia de la humanidad, la victoria del bien sobre
el mal, de la luz sobre las tinieblas.
Dementes, bobos, locos a medias y locos del todo
dirigieron sus mentes ensombrecidas hacia él, como quien mira a la razón
misma. He leído una carta de una persona que vivía en Sydney, pidiendo
al general que lo salvara de sus enemigos; otro, un neocelandés, le
pidió que mandase unos soldados a la casa de un señor que le debía diez
libras y se negaba a pagárselas.
Finalmente, centenares de muchachas, venciendo la
timidez característica del sexo, pidieron comprometerse con él, a
escondidas de sus familias; otras deseaban tan sólo servirlo.
Las victorias ganadas por su estado mayor y sus
tropas, la desesperación de la guerra, los duelos individuales y la
esperanza de una futura victoria, todo esto combinado había creado la
imagen idealizada de Joffre. Pero, además de la idolatría de los
héroes, existe el exorcismo de los demonios, fabricados según el mismo
mecanismo que encarna a los héroes. Si todo lo bueno provenía de Joffre,
Foch, Wilson o Roosevelt, todo lo malo tenía su origen en el kaiser
Guillermo, Lenin y Trotsky, quienes eran tan todopoderosos en el mal
como lo eran los héroes en el bien. Para muchas mentes ingenuas y
atemorizadas no había contratiempo político, huelga, obstáculo, muerte
inexplicada o conflagración misteriosa en todo el mundo cuyas causas no
se remontasen a estas fuentes personales de maldad.
3
El hecho de que todo el mundo concentre su atención
sobre una personalidad simbólica es lo suficientemente raro como para
que se lo encuentre extraordinario, y cada autor cita aquel caso
preferido, para él sorprendente e incontestable. La vivisección de la
guerra pone en evidencia dichos ejemplos, pero éstos no nacen de la
nada. En una vida pública más normal, estas imágenes simbólicas influyen
igualmente sobre el comportamiento, pero cada símbolo resulta menos
concluyente por haber tantos otros que rivalizan con él. No sólo está
cargado con menos sentimientos por representar a una parte de la
población, sino que aun dentro de esa parte hay una supresión
infinitamente menor de las diferencias individuales. En épocas de
mediana seguridad, los símbolos de la opinión pública están sujetos a
represiones, comparaciones y discusiones. Vienen y van, sirven de
nexos, se olvidan, y nunca organizan del todo las emociones del grupo.
Después de todo, queda tan sólo una actividad humana en la cual los
pueblos llevan a cabo la unión sagrada: esto ocurre en esas fases
intermedias de una guerra, cuando el temor, la pugnacidad y el odio han
logrado dominar completamente al espíritu, ya sea para aplastar a los
demás instintos que en él quedan, o bien para lograr su adhesión antes
de que se canse.
En casi todos los demás momentos, y aun durante la
guerra, cuando la lucha está paralizada, surge una gran cantidad de
sentimientos, creando conflictos, opciones, hesitaciones y
compromisos. Ya veremos más adelante que el simbolismo de la opinión
pública lleva, en general, la marca de este interés oscilante.
Pensemos, por ejemplo, en lo rápido que desapareció, después del
armisticio, el símbolo precario de la Unión Aliada, que nunca llegó a
implantarse con éxito, y cómo, inmediatamente después, se derrumbaron
las imágenes simbólicas que cada país se hacía de los demás: Gran
Bretaña, defensora de la ley pública; Francia, vigía en la frontera de
la libertad; Norteamérica, conductora de cruzadas. Pensemos además cómo
se fue diluyendo dentro de cada nación, la imagen simbólica que tenía de
sí misma, cuando, por conflictos de clase y partido y por ambiciones
personales, se empezaron a remover cuestiones que habían sido
postergadas; cómo cayeron las imágenes simbólicas de los líderes,
Wilson, Clemenceau y Lloyd George, que cesaron de encarnar la esperanza
humana y se volvieron tan sólo los negociadores y administradores de un
mundo desilusionado.
No se trata de saber aquí si lamentamos este hecho
como uno de los dulces males de la paz o si lo aplaudimos como un
regreso a la cordura. Nuestra primera preocupación al tratar con
ficciones y símbolos es olvidar sus valores en el orden social
existente y pensar que son simplemente una parte importante de la
maquinaria de la comunicación humana. Ahora bien, en cualquier
sociedad que no se encierre por completo en sus propios intereses y que
sea lo suficientemente reducida para que cada uno se entere a fondo de
todo lo que ocurre, las ideas se refieren a sucesos lejanos y difíciles
de comprender. La señorita Sherwin, en Gopher Prairie, sabe que en
Francia hay una guerra terrible y quiere imaginársela. No ha estado
nunca en ese país y por cierto que nunca ha recorrido lo que, en ese
momento, es el frente de batalla. Ha visto fotografías de soldados
franceses y alemanes, pero le es imposible imaginar tres millones de
hombres. Nadie, por otra parte, es capaz de imaginar tal cosa, y los
profesionales ni intentan hacerlo. Cuando piensan en los soldados, lo
hacen más bien en términos de divisiones. Pero la señorita Sherwin no
tiene ningún acceso al universo de la tacticografía y si ha de pensar en
la guerra, se aferra mentalmente a Joffre y al kaiser como si
estuviesen comprometidos en un duelo personal. Si pudiésemos ver lo que
ella ve con la mente, la estructura de esta imagen se parecería sin
duda bastante a los grabados del siglo XVIII que representan al gran
soldado: de pie, audaz y sereno, de estatura mayor que la real, con un
nublado ejército de minúsculas figuras que se pierden en el paisaje de
fondo. Parece que los grandes hombres también tienen en cuenta estas
ilusiones. Jean de Pierrefeu relata la visita de un fotógrafo a Joffre.
El general estaba "en su despacho burgués, frente a una mesa sin
papeles a la cual se sentaba para firmar. De golpe notó que no había
mapas en las paredes y como, según las ideas populares, no es posible
concebir a un general sin mapas, se colocaron, para la foto, algunos que
luego fueron retirados".
El único sentimiento que puede experimentar una
persona sobre un hecho no vivido, as el sentimiento que despierta en
ella la imagen mental que se hace del hecho. Por ello no podemos
comprender verdaderamente los actos de los demás mientras no sepamos lo
que ellos creen saber. He visto cómo una joven, criada en una ciudad
minera de Pennsylvania, pasaba del más absoluto buen humor a un
paroxismo de tristeza cuando un golpe de viento rompió uno de los
vidrios de la ventana de la cocina. Durante horas estuvo desconsolada,
sin que yo pudiera comprenderla. Cuando pudo hablar, explicó que si un
vidrio se rompía eso significaba que un pariente cercano había muerto.
La joven lloraba a su padre, de cuya casa había huido por el temor que
le inspiraba. Por supuesto que el padre se encontraba bien vivo y una
averiguación telegráfica nos lo confirmó poco después. Pero, hasta que
llegó el telegrama, el vidrio roto fue para la joven un mensaje
auténtico.
Sólo un hábil psiquiatra, mediante una
investigación a fondo, podría demostrarnos la razón de esta actitud.
Pero, hasta el observador más fortuito hubiese podido ver que la joven
había sufrido una alucinación, y, terriblemente trastornada por sus
problemas familiares, había creado una ficción pura a partir de un
hecho externo, del recuerdo de una superstición, de un alborotado
arrepentimiento y del miedo y cariño que sentía hacia su padre.
En estos casos la anormalidad es sólo una cuestión
de intensidad. Cuando un secretario de Justicia, asustado por la
explosión de una bomba en el umbral de su casa, se convence, al leer
lecturas revolucionarias, que estallará una revolución el 19 de mayo de
1920, reconocemos, en gran parte, que actúa el mismo tipo de mecanismo.
La guerra, claro está, proporcionó muchos ejemplos de este proceso: el
caso fortuito, la imaginación creadora, el deseo de creer y, como
resultado de estos tres elementos, la falsificación de la realidad que
provocaba una reacción violenta e instintiva. Es evidente que, bajo
ciertas condiciones, los hombres responden con la misma fuerza a las
ficciones y a la realidad, y que en muchos casos contribuyen a crear
aquellas ficciones a las cuales responden. Que arroje da primera piedra
quien no pensó que el ejército ruso pasaría por Inglaterra en agosto
de 1914, quien no aceptó cualquier relato de atrocidades sin pruebas
directas, quien nunca creyó ver un ardid, un traidor, o un espía donde
no lo había. Que arroje la primera piedra quien nunca anunció a los
demás lo que había oído decir a alguien, no mejor informado que él,
como si se tratase de da verdad real y profunda.
En todos estos ejemplos debemos notar,
particularmente, un factor común: la inserción de un pseudoambiente
entre el hombre y su ambiente real. El comportamiento del hombre
responde a ese pseudoambiente, pero, como es comportamiento efectivo ,
las consecuencias, si son actos, obran no en el pseudoambiente donde el
comportamiento encuentra su estímulo, sino en el verdadero ambiente
donde se desarrolla la acción. Si el comportamiento no es un acto
práctico, sino lo que llamamos, aproximadamente, pensamiento y emoción,
puede pasar mucho tiempo antes de que haya una ruptura notable en da
textura del mundo ficticio. Pero cuando el estímulo del peseudohecho se
resuelve en acción sobre las cosas o sobre las demás gentes, pronto
surge la contradicción. Entonces uno tiene la sensación de golpearse la
cabeza contra un muro de piedra, de estar aprendiendo por experiencia,
de asistir a una tragedia de Herbert Spencer, el "Asesinato de una Bella
Teoría por una Pandilla de Hechos Brutales". En suma, la sensación
molesta de una mala adaptación, ya que indudablemente, en el nivel de la
vida social, lo que llamamos adaptación del hombre a su ambiente se
lleva a cabo por intermedio de ficciones.
Por ficción no quiero decir mentira, sino
representación del ambiente que, en mayor o menor grado, ha sido hecha
por el hombre mismo. El campo abarcado por la ficción va desde la
completa alucinación hasta el caso del científico que utiliza a
sabiendas el modelo esquemático, o decide que la exactitud, más allá de
un cierto número de decimales, carece de importancia en su problema
particular. Una obra de ficción puede tener cualquier grado de
fidelidad, y mientras se pueda tener en cuenta dicho grado, la ficción
no es engañosa. La cultura humana es, en gran parte, selección, orden,
planeamiento y estilización de lo que William James 1lamó: "las
irradiaciones y los apaciguamientos fortuitos de nuestras ideas".
Alterna con el uso de ficciones la exposición total a las mareas y
contramareas de la sensación. No es ésta una verdadera alternación, ya
que, por más refrescante que sea a veces mirar con ojos perfectamente
inocentes, la inocencia no es una sabiduría por sí misma, si bien puede
ser una fuente y también un correctivo de la sabiduría.
El verdadero ambiente es, en su conjunto, demasiado
vasto, demasiado complejo y demasiado fugaz para el conocimiento
directo. No estamos equipados para tratar con tanta sutileza, tanta
variedad, tantas permutaciones y combinaciones. Y aunque debemos actuar
en ese medio, tenemos que reconstruirlo sobre un molde más sencillo
antes de poder manejarlo. Los hombres necesitan mapas del mundo para
poder recorrerlo: la dificultad invariable es encontrar mapas en los
cuales sus necesidades propias, o las de los demás, no los hayan
impulsado a dibujar la costa de Bohemia.
4
El analista de la opinión pública debe comenzar por
reconocer la relación triangular entre la escena de la acción, la
representación humana de dicha escena y la respuesta del hombre a esa
representación que se manifiesta en la escena de la acción. Vendría a
ser una comedia sugerida a los actores por sus propias experiencias,
pero cuya trama se desarrolla en la vida real de los actores y no sólo
en sus papeles. El cinematógrafo acentúa, a menudo con gran habilidad,
este doble drama de motivación interna y comportamiento externo. Dos
hombres están discutiendo, ostensiblemente, por un dinero, pero la
pasión que los anima resulta inexplicable. Luego la imagen se desvanece
y nos muestran lo que uno y otro hombre ven mentalmente. Frente a
frente, sentados a la mesa, discutían por dinero; pero, en el recuerdo,
volvían a sus días de juventud cuando una chica lo dejó a uno de ellos
para ir con el otro. El drama exterior ha sido explicado: el héroe no es
codicioso, está enamorado.
Una escena no muy diferente fue representada en el
Senado de los Estados Unidos. El 29 de septiembre de 1919 a la hora del
desayuno, varios senadores leyeron un comunicado de prensa en el
Washington Post , sobre el desembarco de la infantería de marina
norteamericana en la costa dálmata. Decía el diario:
HECHOS YA ESTABLECIDOS
Parecen confirmados los siguientes hechos de
importancia: las órdenes dadas al contralmirante Andrews, comandante de
las fuerzas navales norteamericanas en el Adriático, provinieron del
Almirantazgo Británico, por intermedio del Consejo de Guerra y del
contralmirante Knapps, de Londres. No se solicitó la aprobación ni la
desaprobación del Ministerio de Marina norteamericano...
SIN EL CONOCIMIENTO DE DANIEL
El señor Daniel admitió encontrarse en una posición
algo particular cuando, al llegar aquí los cablegramas, se supo que las
fuerzas sobre las cuales él tenía supuestamente un control exclusivo,
estaban librando, ni más ni menos, un combate naval sin su
conocimiento. Era evidente que el Almirantazgo Británico pudiese querer
dar órdenes al contralmirante Andrews para actuar en nombre de Gran
Bretaña y sus aliados, ya que la situación requería sacrificios de parte
de alguna nación, si se quería frenar a los partidarios de D'Annunzio.
Pero era también evidente que, según el nuevo plan
de la Liga de las Naciones, los extranjeros estarían en posición de
dirigir las fuerzas de la marina norteamericana , en casos de emergencia
con o sin el con: sentimiento del Ministerio de Marina
norteamericano..., etc. (Subrayado por mí.)
El primer senador que hizo un comentario fue Knox,
de Pennsylvania. Lleno de ira, reclama una investigación. En el caso de
Brandegee, de Connecticut, quien habló después, la indignación ya ha
estimulado la credulidad. Mientras Knox, indignado, deseaba saber si el
comunicado era verídico, Brandegee, medio minuto más tarde, quiere
saber lo que hubiese ocurrido si hubiesen matado a soldados
norteamericanos. Knox, olvidando que ha hecho una pregunta, responde: si
hubieran matado a soldados norteamericanos, habría guerra. El tono del
debate es aun condicional. Continúa la sesión. McCormick, de Illinois,
recuerda al Senado que la administración de Wilson es favorable a las
guerras poco importantes y no autorizadas. Repite el dicho de Teodoro
Roosevelt: "hacer la paz guerreando". Más debate. Brandegee advierte que
los soldados actuaron "según órdenes de un Consejo Supremo que
celebraba sesiones en algún lado", pero no puede recordar quién
representaba a los Estados Unidos en ese cuerpo. La Constitución
norteamericana desconoce dicho Consejo. Entonces, el señor New, de
Indiana, presenta una resolución para solicitar los hechos verídicos.
Hasta allí los senadores aun admiten vagamente
estar discutiendo un rumor. Como abogados, todavía recuerdan algunas de
las formas de la evidencia, pero como hombres de carne y hueso
experimentan, desde ya, toda la indignación propia al hecho de que un
gobierno extranjero haya dado órdenes a la marina norteamericana de
hacer una guerra, sin el consentimiento del Congreso. Emocionalmente
desean creerlo, porque son todos miembros del partido republicano y
combaten a la Liga de las Naciones. Esto sacude al señor Hitchcock, de
Nebraska, líder demócrata, quien defiende al Consejo Supremo por haber
actuado con poderes de guerra. La paz aun no ha sido declarada y el
atraso, según él, se debe a los republicanos; por lo tanto, la acción
era necesaria y legal. Ambos lados aceptan ahora que el comunicado es
verídico y las conclusiones que de él sacan son conclusiones de partido.
Y, sin embargo, esta extraordinaria suposición se da en un debate donde
se trata la investigación de la autenticidad de dicha suposición. Esto
revela cuán difícil es, aun para abogados experimentados, suspender la
reacción hasta saber los resultados. La reacción es instantánea: la
ficción es tomada como verdad porque se la necesita con urgencia.
Días más tarde, un comunicado oficial mostró que
los infantes de marina no habían desembarcado por orden del gobierno
británico ni del Consejo Supremo. No habían luchado contra los
italianos; a pedido del gobierno italiano habían desembarcado para
protegerlos, y las autoridades italianas habían agradecido al
comandante norteamericano. La marina norteamericana no estaba en guerra
contra Italia, simplemente había actuado de acuerdo con una práctica
internacional establecida, que nada tenía que ver con la Liga de las
Naciones.
La escena de la acción fue el Adriático. La imagen
mental que se hicieron los senadores en Washington de esta escena les
fue inspirada, probablemente con intenciones de engaño, por un hombre a
quien nada le importaba el Adriático, pero sí mucho derrotar a la
Liga. A esta imagen respondió el Senado con una ratificación de las
diferencias partidarias sobre la Liga.
5
No es necesario decidir en este caso particular si
el Senado se encontraba por encima o por debajo de su estado normal; ni
tampoco si se puede comparar al Senado favorablemente con el
Parlamento británico, ni con otros parlamentos. En este momento, sólo
quiero considerar el espectáculo, aplicable a todo el mundo, de unos
hombres que actúan sobre su ambiente, impulsados por estímulos de sus
pseudoambientes. Cuando se hacen concesiones para los casos de fraude
deliberado, la ciencia política debiera aun explicar hechos tales como
el de dos naciones que se atacan mutuamente, convencida cada una de
ellas de que está actuando en defensa propia, o el de dos clases que
luchan entre sí, segura cada una de que lo hace en representación del
interés común. Podríamos decir que viven en mundos diferentes, o, para
ser más exactos, que viven en el mismo mundo, pero piensan y sienten en
mundos diferentes.
A estos mundos especiales, a estas creaciones que
nacen del individuo, del grupo, de la clase, de la región, de la
ocupación, de la nación o de las sectas, se adapta la humanidad de la
Gran Sociedad. Resulta imposible describir lo variados y complejos que
son, y, sin embargo, estas ficciones determinan una buena parte del
comportamiento político de los hombres. Debemos figurarnos quizá
cincuenta parlamentos soberanos, formados al menos por cien cuerpos
legislativos; junto con ellos existen no menos de cincuenta jerarquías
de asambleas provinciales y municipales y todo esto, con sus órganos
ejecutivos, administrativos y legislativos, constituye la autoridad
formal sobre la Tierra. Pero esto apenas comienza a revelarnos la
complejidad de la vida política, ya que, en cada uno de estos
incontables centros de autoridad, hay partidos, que forman a su vez
jerarquías arraigadas en clases, secciones, pandi1las y clanes, y
dentro de estas últimas categorías hay políticas individuales, cada uno
centro de una red de conexiones, recuerdos, miedos y esperanzas.
De alguna manera, y en general por razones
necesariamente oscuras, estos cuerpos políticos, tras compromisos,
cabildeos y dominaciones, dan órdenes que movilizan ejércitos o forjan
la paz, que reclutan vidas, cobran impuestos, destierran y encarcelan,
protegen la propiedad o la confiscan, alientan ciertas empresas,
desalientan otras, facilitan o dificultan la inmigración, mejoran la
comunicación o la censuran, fundan escuelas, construyen armadas,
proclaman "programas políticos" y "destinos", levantan barreras
económicas, construyen o destruyen propiedades, someten un pueblo al
gobierno de otro, o favorecen una clase a expensas de otra. Para cada
una de estas decisiones se tiene por concluyente una cierta visión de
las hechos, se acepta una cierta visión de las circunstancias como base
de ilación y como estímulo del sentimiento. ¿Cuál es esa visión de los
hechos, y por qué se ha elegido precisamente ésa?
Sin embargo, ni aun esto comienza a disipar la
complejidad. La estructura política antes mencionada se da en un
ambiente social donde existen incontables corporaciones e instituciones
numerosas o reducidas, asociaciones voluntarias o semivoluntarias,
agrupaciones nacionales, provinciales, urbanas o vecinales, que toman,
la mayoría de las veces, aquellas decisiones que registra el cuerpo
político. ¿Sobre qué se basan estas decisiones?
"La sociedad moderna", dice Chesterton, "es
intrínsecamente insegura porque se basa en la noción de que todos los
hombres harán la misma cosa por motivos diferentes... Y que, mientras
en la mente de un condenado está el infierno de un crimen solitario, en
la casa o bajo el sombrero de cualquier empleado suburbano estará el
limbo de una filosofía muy distinta. Supongamos que un primer hombre sea
completamente materialista y que sienta que su propia mente es una
fabricación de la horrible máquina de su cuerpo. Quizá hasta escuche sus
pensamientos como el pesado tictac de un reloj. Su vecino podrá ser un
adepto a la Ciencia Cristiana que considere su cuerpo como algo casi
menos sustancial que su propia sombra. Podrá llegar casi a creer que
sus propios brazos y piernas son ilusiones, como las serpientes
movedizas en el sueño de delirium tremens . Puede que un tercer vecino
no sea un adepto a esta secta, sino, por lo contrarío, un cristiano.
Vivirá un cuento de hadas, como dirían sus vecinos, un cuento de hadas
misterioso pero sólido, lleno de caras y presencias de amigos
extraterrenos. El cuarto hombre puede ser teósofo, y, con toda
probabilidad, vegetariano. Y no veo por qué no puedo darme el gusto de
imaginarme el quinto como un adorador del diablo... Sea o no valiosa una
variedad semejante, la unidad que resulta carece de solidez. Pretender
que todos los hombres de todos los tiempos seguirán pensando cosas
diferentes y que, sin embargo, harán las mismas cosas, es una
especulación dudosa. Sería fundar una sociedad no sobre la base de una
comunión, ni aun de una convención, sino de una coincidencia. Cuatro
hombres pueden reunirse bajo un mismo farol; uno para pintarlo de color
verde cotorra, participando así en la gran reforma municipal; otro, para
leer su breviario bajo la luz; el tercero, para abrazarlo con casual
apasionamiento, en un arranque de entusiasmo alcohólico, y, el último,
tan sólo porque el farol verde cotorra es un punto de referencia
visible para citarse con su novia. Pero sería imprudente esperar que
esto ocurra todas las noches. . ."
Reemplacemos a los cuatro hombres alrededor del
farol por los gobiernos, partidos, corporaciones, sociedades, grupos
sociales, oficios y profesiones, universidades, sectas y nacionalidades
del mundo. Pensemos en el legislador que vota un estatuto que afectará a
pueblos lejanos, en el estadista que llega a una decisión, en la
Conferencia de la Paz que reconstituye las fronteras de Europa, en el
embajador ante un país extranjero que trata de discernir entre las
intenciones de su propio gobierno y las del gobierno extranjero, en un
agente que se ocupa de una concesión en un país subdesarrollado, en un
editor que reclama una guerra, en un sacerdote que pide a la policía
que controle las diversiones, en los miembros de un club que discuten en
el salón sobre una huelga, en una asociación femenina que se dispone a
arreglar el sistema escolar, en los nueve jueces que deciden si la
legislatura de Oregón puede establecer horarios de trabajo para las
mujeres, en una reunión de gabinete para decidir si se reconoce a un
gobierno, en una asamblea de partido para elegir candidato y fijar una
plataforma, en veintisiete millones de electores que echan la boleta en
la urna, en un irlandés de Cork que piensa en un irlandés de Belfast,
en una Tercera Internacional que piensa reconstruir totalmente la
sociedad humana, en una junta de directores ante una lista de demandas
de sus empleados, en un joven que elige una carrera, en un comerciante
que calcula la oferta y la demanda para la temporada venidera, en un
especulador que predice el curso del mercado, en un banquero que decide
si debe dar crédito a una nueva empresa, en el que redacta los avisos
publicitarios, en el que los lee... Pensemos en los diferentes tipos de
norteamericanos cuando examinan sus propios conceptos sobre "el Imperio
Británico", "Francia", "Rusia" o "México". No hay tanta diferencia con
los cuatro hombres de Chesterton junto al farol verde cotorra.
6
Por lo tanto, antes de complicarnos con la selva de
sombras formada por las diferencias congénitas de los hombres, haremos
bien en fijar la atención sobre las enormes diferencias entre las
concepciones humanas del mundo. No dudo de que haya diferencias
biológicas importantes: desde el momento en que el hombre es un animal,
sería extraño que no las hubiera. Pero, como seres racionales, sería
más que superficial empezar a generalizar sobre los comportamientos
comparativos, mientras no haya una semejanza mensurable entre los medios
a los cuales responden esos comportamientos. El valor pragmático de
esta idea es el de introducir un sutil matiz en la vieja controversia
sobre naturaleza y nutrición, cualidad ingénita y medio ambiente, pues
el pseudoambiente es un compuesto híbrido de "naturaleza humana" y de
"condiciones". A mi entender, esto demuestra la inutilidad de discurrir
sobre lo que es y siempre será el hombre, partiendo de lo que le vemos
hacer, o sobre aquellas condiciones que son necesarias en la sociedad,
ya que no sabemos cómo se comportarían los hombres si respondiesen a los
hechos de la Gran Sociedad. Todo lo que sabemos en realidad es cómo se
comportan cuando responden a lo que razonablemente podemos llamar una
imagen muy inadecuada de la Gran Sociedad. Partiendo de esta evidencia,
no se puede sacar ninguna conclusión honesta sobre el hombre ni sobre la
Gran Sociedad.
Será ésa, por lo tanto, la clave de nuestra
encuesta. Supondremos que lo que hace cada hombre no se basa en el
conocimiento directo y seguro, sino en las imágenes hechas por él mismo o
que le han sido dadas. Si su atlas le dice que la Tierra es plana, no
navegará cerca de lo que él cree que es el borde de nuestro planeta,
por miedo a caerse; si en sus mapas figura una fuente de Juvencia,
saldrá un Ponce de León a buscarla; si alguien desentierra un polvo
amarillo que parece oro, se comportará durante un tiempo como si hubiese
encontrado oro. La manera cómo imaginan el mundo determina en todo
momento lo que harán los hombres. No determina lo que lograrán hacer:
determina su esfuerzo, sus sentimientos, sus esperanzas, pero no sus
éxitos y resultados. Los hombres que proclaman con mayor fuerza su
"materialismo" y su desprecio por los "ideólogos", los comunistas
marxistas, ¿en qué ponen su esperanza? En la formación, mediante la
propaganda, de un grupo con conciencia de clase. Pero, ¿qué es la
propaganda, sino el esfuerzo de modificar la imagen a la cual responden
los hombres, de sustituir un molde social por otro? ¿Qué es la
conciencia de clases sino una manera de tomar conciencia del
mundo? ¿Y qué la conciencia de especie, del profesor Giddings, sino un
proceso de creer que reconocemos en la muchedumbre a algunos seres
marcados como pertenecientes a nuestra especie?
Intentemos explicar la vida social diciendo que es
la persecución del placer y la prevención del dolor. Pronto diremos que
el hedonista asume la cuestión sin pruebas, puesto que aun suponiendo
que el hombre persiga estos fines, el problema decisivo de la razón por
la cual cree que seguir un curso dado le proporcionará más placer que
seguir otro, está aun por resolver. ¿Explica el problema el decir que la
conciencia del hombre es su guía? Entonces, ¿por qué tiene la
conciencia particular que tiene? ¿La teoría del interés propio? Pero,
¿cómo conciben los hombres su propio interés en un sentido y no en otro?
¿El deseo de seguridad, de prestigio, de poder o de una vaga
realización de sí mismo? Pero ¿cómo conciben los hombres su seguridad,
qué consideran prestigio, cómo entienden los medios de llegar al poder y
cuál es esa noción de ser que desean realizar? Placer, dolor,
conciencia, adquisición, protección, aumento de valor, dominio, he ahí
algunos nombres que, sin duda, podemos dar a las maneras de comportarse
de la gente. Puede que haya disposiciones instintivas que contribuyan a
esos fines, pero no basta nombrar el fin, ni describir la tendencia a
obtenerlo, para explicar el comportamiento que resulta. El mero hecho de
que los hombres teoricen es la prueba de que sus pseudoambientes, sus
imágenes interiores del mundo, son elementos determinantes del
pensamiento, el sentimiento y la acción; si la relación entre la
realidad y la reacción humana fuese directa e inmediata, en cambio de
indirecta y deducida, no se conocerían la indecisión y el fracaso, y (si
cada uno de nosotros cupiese en el mundo tan cómodamente como el niño
en la matriz) Bernard Shaw no hubiese podido decir que ningún ser humano
se las arregla tan bien como una planta, salvo durante los primeros
nueve meses de su vida.
La gran dificultad de adaptar el planteo
psicoanalítico al pensamiento político surge de esta relación. Los
freudianos se preocupan por la inadaptación de individuos determinados
frente a otros individuos y a situaciones concretas. Han supuesto que,
si los desarreglos internos se pudiesen solucionar, no habría casi
confusión en la relación normal y evidente. Pero la opinión pública
trata con hechos indirectos, invisibles y enmarañados, en los cuales
nada es evidente. Las situaciones a las cuales se refiere, se conocen
sólo como opiniones. El psicoanalista, en cambio, pretende casi siempre
que es posible conocer el ambiente y que, si no es conocible, es por lo
menos soportable, para cualquier inteligencia despejada. De esta
suposición surge el problema de la opinión pública. En lugar de dar por
aceptado aquel ambiente que se conoce fácilmente, el analista social se
preocupa más por estudiar la concepción de un ambiente político más
amplio. El psicoanalista estudia da adaptación al elemento X, que él
llama ambiente; el analista social estudia el elemento X, pero lo llama
pseudoambiente.
Por supuesto que está permanentemente en deuda con
la nueva psicología, no sólo por lo mucho que ayuda a la gente a
desempeñarse por sí sola, cuando está bien aplicada, sino porque el
estudio de los sueños, la fantasía y la racionalización han aclarado el
proceso de formación del pseudoambiente, pero no puede asumir como
criterio suyo lo que se llama "una carrera biológica normal" dentro del
orden social existente, ni una carrera "liberada de la opresión
religiosa y de las convenciones dogmáticas" fuera de ese orden. Pues,
¿qué es, para un sociólogo, una carrera social normal o una carrera
libre de opresiones y convenciones? Los críticos conservadores asumen,
claro está, la primera idea y, los románticos, la segunda. Pero, al
asumirlas, dan por aceptado al mundo entero. Dicen, efectivamente, o
bien que la sociedad corresponde a la idea que ellos se hacen de la
normalidad, o bien que corresponde a la idea de libertad. Ambas ideas no
son más que opiniones públicas, y mientras que el psicoanalista, como
médico, puede quizá asumirlas, el sociólogo no puede tomar el producto
de la opinión pública existente como criterio para estudiar la opinión
pública.
7
El mundo con el cual debemos tratar políticamente
se encuentra fuera del a1cance de la vista y de la mente. Debe ser
explorado, divulgado e imaginado. El hombre no es ningún dios
aristotélico que abarca toda la vida de un vistazo, sino la criatura de
una evolución, y apenas puede abarcar la porción de realidad suficiente
para poder sobrevivir, arrebatando lo que en la escala del tiempo no
son más que unos minutos de discernimiento y felicidad. Sin embargo,
esta misma criatura ha inventado maneras de ver lo que es imposible ver a
simple vista, de oír lo que ningún oído puede oír, de pesar masas
inmensas o infinitesimales, de contar y separar más elementos de los
que puede recordar individualmente. Está aprendiendo a ver con la mente
vastos sectores del mundo que antes no podía ver, tocar, oler, oír o
recordar. Poco a poco se hace una imagen mental fidedigna del mundo que
no alcanza.
Llamamos, en general, asuntos públicos a aquellos
rasgos del mundo exterior que tienen algo que ver con el comportamiento
de otros seres humanos, en la medida en que ese comportamiento se cruza
con el nuestro, depende de nosotros o nos resulta interesante. Las
imágenes mentales de estos seres humanos, las imágenes de ellos mismos,
de los demás, de sus necesidades, propósitos y relaciones, constituyen
sus opiniones públicas. Aquellas imágenes, influidas por grupos de
personas o por individuos que actúan en nombre de grupos, constituyen la
Opinión Pública, con mayúscula. Así, en los siguientes capítulos,
averiguaremos primero algunas de las razones por las cuales la imagen
mental engaña tan a menudo a los hombres en su relación con el mundo
exterior. Bajo este encabezamiento consideraremos primero los factores
principales que limitan el acceso a los hechos, a saber: la censura
artificial, los contactos sociales limitados, el tiempo relativamente
reducido del cual se dispone diariamente para atender a los asuntos
públicos, la tergiversación que surge de que los hechos deban ser
abreviados en mensajes muy cortos, la dificultad de expresar un mundo
complicado con un vocabulario reducido, y, finalmente, el temor de
afrontar aquellos hechos que parecerían amenazar la rutina establecida
de la vida humana.
Luego de estas limitaciones más o menos externas,
pasaremos a analizar en qué forma este desfile de mensajes del mundo
exterior se encuentra afectado por las imágenes almacenadas, las
concepciones previas y los prejuicios que interpretan y clasifican estos
mensajes, dirigen el movimiento de nuestra atención y aun nuestra
visión. De allí pasamos a examinar cómo, en cada persona, los limitados
mensajes del mundo exterior, formando un molde estereotipado, se
identifican en cada individuo con sus propios intereses, tal como él los
siente y concibe. En las secciones que siguen, examinamos de qué manera
se cristalizan las opiniones formando lo que se llama la Opinión
Pública, cómo se forma una Voluntad Nacional, una mentalidad de grupo,
un propósito social o lo que sea.
Las cinco primeras partes constituyen el sector
descriptivo del libro. Sigue luego un análisis de la tradicional teoría
democrática de la opinión pública. La sustancia del razonamiento es que
la democracia, en su forma original, nunca afrontó seriamente el
problema de que las imágenes mentales de la gente no coincidiesen
automáticamente con el mundo exterior. Luego, puesto que la teoría
democrática está sometida a la crítica de los pensadores socialistas,
viene un examen de aquellos juicios críticos más avanzados y más
coherentes, tales como los formulados por los miembros de la Liga
Inglesa de Socialistas. Es mi propósito averiguar si estos reformistas
tienen en cuenta las principales dificultades de la opinión pública, y
llego a la conclusión de que las ignoran tan completamente como los
demócratas, porque ellos también aceptan, y en un mundo mucho más
complicado, que de alguna misteriosa manera existe en los corazones de
los hombres un conocimiento del mundo exterior.
Yo sostengo que el gobierno representativo, tanto
en lo que comúnmente se llama política como en la industria, no puede
funcionar con éxito, cualesquiera sean las bases de la elección, si no
hay una organización experta e independiente que haga inteligibles los
hechos ocultos para aquellos que toman las decisiones. Por lo tanto,
intento argumentar que sólo aceptando seriamente el principio de que la
representación personal debe ser suplida por la representación de los
hechos ocultos, se podría llegar a una descentralización satisfactoria y
escaparíamos a la intolerable e inútil ficción de que cada uno de
nosotros debe adquirir una opinión competente sobre todos los asuntos
públicos. Mantengo que el problema de la prensa es confuso porque los
críticos y apologistas esperan que ella lleve a cabo esa ficción,
compensando todo lo que no estaba previsto en la teoría de la
democracia, y los lectores esperan que este milagro se cumpla sin
ocasionarles gasto ni molestia. Las personas democráticas ven en los
periódicos las panaceas para sus defectos, mientras que el análisis de
la índole de las informaciones y del fundamento económico del periodismo
parecería mostrar que los periódicos, necesaria e inevitablemente,
reflejan, y, por ende, de mayor o menor manera intensifican, la
organización defectuosa de la opinión pública. Concluyo que las
opiniones públicas deben organizarse para la prensa, si se quiere que
sean sólidas, y no ser organizadas por la prensa como ocurre
actualmente. Concibo que esta organización será, en primera instancia,
la tarea de una ciencia política que habrá ganado su verdadero lugar de
expositora que se adelanta a la decisión efectiva, en vez de ser
apologista, crítica o relatora, después que la decisión ha sido tomada.
Trato de demostrar cómo las perplejidades del gobierno y la industria
conspiran para dar a la ciencia política esta enorme oportunidad de
enriquecerse y servir al público, y por supuesto que espero que estas
páginas ayuden a algunos a tomar más plenamente conciencia de esta
oportunidad y, por lo tanto, a dedicarse a ella más profundamente.
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